Acaso se alguem ainda não sabe, Bruno Bimbi é um ativista e jornalista argentino que participou ativamente da campanha pelo Casamento Igualitário em seu país, vindo depois a publicar o seu relato sobre o assunto - o livro Matrimonio Igualitario, em fase de tradução e edição em português.
Atualmente ele se encontra no Brasil, mais precisamente no Rio de Janeiro, onde realiza estudos de doutoramento na PUC-RJ. Entre nós Bruno vem contribuindo na organização da campanha nacional pelo casamento igualitário.
É dele o texto abaixo, publicado no blog Tod@s, onde compõe um amplo painel sobre a triste postura que a outrora aguerrida defensora das liberdades civis e direitos humanos Dilma Rousseff escolheu adotar em seu mandato presidencial. Confiram o legado que a primeira mulher a exercer a Presidência da República deixará para a História da construção dos Direitos Humanos no Brasil.
Por Bruno Bimbi
Dilma Rousseff ya había ganado su lugar en la historia: primera mujer presidenta de Brasil, con más de 47 millones de votos en la primera vuelta y casi 56 en la segunda. A esa marca, histórica por el género y por el respaldo electoral, podía sumarle su papel central como gestora de algunos de los programas sociales y desarrollistas más importantes del gobierno de su mentor y amigo, el ex presidente Lula, con quien llegó a ser jefa de Gabinete. Pero en estos días, paradójicamente, su condición de primera mujer presidenta no podría omitirse del análisis de una nueva marca que la hará pasar a la historia: Dilma recibió —es una forma de decir, porque no fue a buscarlo— el premio “Palo de sebo“, que entrega el Grupo Gay de Bahía —uno de los más reconocidos—, como la mayor enemiga de lesbianas, gays, bisexuales y trans de Brasil. Nunca hubo, en la historia reciente del país, un gobierno tan homofóbico como el suyo.
Este texto es difícil de escribir. Vivo en Río de Janeiro desde antes de que Dilma lanzara su campaña. La vi anunciar que tenía cáncer antes de ser elegida como candidata del PT. La vi vencer el cáncer y las elecciones. La vi responder a la campaña sucia más repugnante que recuerde, instigada por José Serra, el insufrible candidato opositor que, el día que perdió contra ella la segunda vuelta, dijo que había perdido una batalla pero no la guerra, en vez de felicitarla como haría cualquier demócrata más o menos educado. Festejé el triunfo de Dilma y Lula —artífice de su elección— con alegría. Y nunca viví, ni acá ni allá, una decepción tan rápida y tan grande. Los gobiernos no siempre acaban siendo lo que uno espera de ellos (a veces, positivamente: en 2003 no esperaba nada de Kirchner; otras veces, negativamente). Pero pocas veces la distancia es tan inmensa y tan triste.
Dilma tenía todo para ser una esperanza: su condición de continuadora del mito político más increíble que me tocó ver (me imagino que Evita debe haber sido, para los “descamisados”, algo parecido a lo que Lula es para millones de brasileños que dejaron de ser miserables), ese respeto épico que provocaba su condición de ex presa política de la dictadura que se bancó la picana, su trayectoria como administradora eficiente de un gobierno que tenía mucho para mostrar, su indiscutida condición de cuadro político y técnico, y —porque así funcionan a veces, con una lógica poco consistente, nuestras esperanzas; si lo sabrá Barack Obama— el hecho de ser la primera mujer que llegaba a ese cargo.
El 1º de enero de 2011, cuando llegó en medio de la lluvia al Palacio del Planalto para asumir la presidencia, Dilma recordó en un emotivo discurso su paso por la cárcel y dijo que quienes, como ella, lucharon contra la arbitrariedad, la censura y la dictadura, debían ser “amantes de la defensa intransigente de los derechos humanos“. Quien escribe estas líneas se emocionó al escucharla, como se había emocionado antes cuando, siendo ministra, Rousseff enfrentó a un senador de la oposición que la acusaba de mentirosa en una audiencia del Congreso. Decía el senador que Dilma había reconocido haber mentido bajo tortura y que su palabra, entonces, carecía de valor, y ella le respondió, muy enojada pero sin perder la compostura, que había mentido, sí, soportando un dolor que nadie que no haya sido torturado puede imaginar, y que estaba orgullosa de haber podido hacerlo, porque mintiendo había salvado la vida de muchos compañeros. Pero en democracia, dijo Dilma, no necesito mentir. Era difícil ver a esa mujer recibiendo la banda presidencial del obrero metalúrgico que sacó de la pobreza a cuarenta millones de brasileños y no emocionarse hasta las lágrimas.
Pero aquel discurso inaugural de la presidencia de Dilma parece retornar, ahora, como el mayor reproche que puede hacérsele a su primer año y pico de gobierno. Si hay algo en lo que la Presidenta ha sido brutalmente transigente ha sido en los derechos humanos. Ha cambiado, en frías y calculadas transacciones, derechos humanos por votos en el Congreso para aprobar sus proyectos y gobernar tranquila. Y lo ha hecho sin límites y sin pudor, como si no le importara nada, principalmente cuando se trata de los derechos humanos de las minorías a las que sus aliados políticos les gustaría borrar de la faz de la tierra.
(Dicho esto, abro un paréntesis, porque lo anterior puede parecer una exageración y no lo es. El año pasado, en una reunión de la que participaron personas que conozco bien, el ex ministro de Educación de Lula y Dilma y actual candidato a intendente de San Pablo por el PT, Fernando Haddad, contó, asustado, lo que acababa de ocurrirle en otra reunión con legisladores de la “bancada evangélica”, que reúne a un ejército de decenas de Cynthias Hotton —lamentablemente, más inteligentes— que hay en el parlamento brasileño. Discutían sobre un programa contra la homofobia en la escuela que Haddad puso en práctica y Dilma le ordenó suspender. “No había diálogo ni negociación posible, porque el planteo de estos tipos es que los gays no tienen que existir. Entonces, para ellos, lo que el Estado debería promover es que no existan más. Y punto. Me dieron mucho miedo”, reconoció el ministro.)
El programa del que hablaba Haddad, “Escuela sin homofobia”, fue un punto de inflexión en la carrera de Dilma hacia el premio “Palo de sebo”, que por primera vez “gana” un/a presidente/a. Luego de que diferentes medios de comunicación que son propiedad de pastores evangélicos corruptos y millonarios difundieran informaciones falsas sobre el proyecto (que iban a pasarles películas porno gay a los chicos en la primaria y barbaridades por el estilo), Rousseff ordenó suspender todo y declaró a la prensa que no iba a permitir que en las escuelas se hiciera “propaganda de la homosexualidad”. Sí, esa animalada dijo la Presidenta. Lo que el programa pretendía era brindar a los chicos información veraz sobre la diversidad sexual, adecuada a cada edad y transmitida con criterio pedagógico, y prevenir el bullying homofóbico y la discriminación. Y estaba auspiciado, entre otras instituciones, por la UNESCO.
Pero lo cierto es que Dilma lo suspendió por un motivo más pragmático: el diputado Anthony Garotinho, líder de la bancada evangélica, condenado por la Justicia a dos años y medio de prisión —que cambió por una especie de probation— por asociación ilícita, corrupción y lavado de dinero, le anticipó a Dilma que el voto de ese grupo con relación al pedido de formación de una comisión investigadora contra su entonces jefe de Gabinete, Antonio Palocci, dependía de la suspensión del programa contra la homofobia en las escuelas. Dilma cambió a su ministro por la homofobia escolar y los adolescentes gays siguen siendo víctimas de bullying y violencia en las aulas, en un país donde al menos un gay cada dos días es asesinado por su orientación sexual.
(Las pruebas contra el ministro eran cada vez más y, poco después, renunció. Fue poco lo que ganó Dilma en su trueque con Garotinho.)
Rousseff ya había dado algunas malas señales durante la campaña, cuando, presionada por las iglesias evangélicas, dijo que apoyaría la “unión civil” pero no el matrimonio igualitario, pero lo hizo con un discurso tan ambiguo que no quedaba claro si era una concesión o, simplemente, estaba pateando la pelota para adelante. Dijo que no se podía obligar a las iglesias a casar homosexuales, cuando cualquiera que lea la Constitución brasileña sabe que el matrimonio es civil y que el matrimonio religioso, si bien produce “efectos civiles”, es otra cosa. Es obvio que Dilma sabía que estaba mintiendo, mezclando cosas, escapándose — como lo hicieron, con las mismas excusas, los candidatos opositores José Serra y Marina Silva. Son gente culta, formada, que conoce la ley. Pero aún no estaba claro con qué intenciones mentía la candidata petista, en medio de una campaña tan sucia en su contra, y su historia seguía valiendo más.
Ahora, su historia ya es otra. Después de la suspensión del programa contra la homofobia en la escuela (que los evangélicos fundamentalistas bautizaron “kit gay”), empezó a quedar claro lo que podría esperarse de ella. Su gobierno empezó a dar marcha atrás con todo lo que Lula había avanzado en políticas antidiscriminatorias, al mismo tiempo que los pastores evangélicos ganan peso en la alianza política que sostiene al gobierno. En el Senado, a fines del año pasado, la líder petista Marta Suplicy, histórica aliada de los gays, se sentó a negociar con la bancada evangélica el PLC-122, un proyecto de ley que busca criminalizar la homofobia y combatir la discriminación por orientación sexual e identidad de género, aceptando tantos cambios en el texto que lo único que quedó fue el nombre. El nuevo proyecto de Suplicy —redactado junto a un senador que podría ser la Liliana Negre de Alonso brasileña— garantizaba que los pastores homofóbicos tuvieran “derecho” a continuar propagando el odio y el prejuicio contra los homosexuales, amparados en la “libertad religiosa”. Pero, después de negociar con ella y obligarla a ceder en todo lo que le pedían, los senadores evangélicos fueron a votar en contra de su proyecto a las comisiones y la hicieron quedar en ridículo. Fue humillante. Suplicy acabó levantando la sesión, criticada hasta por los sectores del movimiento LGBT más ligados al gobierno y sus recursos, y el proyecto quedó cajoneado en la tierra de nunca jamás.
Tras el papelón, Dilma faltó a la Conferencia Nacional LGBT, un encuentro federal de debate de políticas públicas para las minorías sexuales que había inaugurado Lula durante su gobierno. Allí donde su antecesor fue como presidente a dialogar cara a cara con los activistas años atrás y fue ovacionado, ella no estuvo. Pero su nombre, al ser mencionado, generó un ruidoso abucheo que tuvo que soportar, estoica, su representante, la ministra de Derechos Humanos, Maria do Rosário. La que menos se lo merecía, ya que desde su ministerio hace lo que puede, con buenas intenciones, en un gobierno para el que los derechos humanos de gays, lesbianas, bisexuales y trans simplemente no existen.
Este año, dos decisiones de Rousseff rebalsaron el vaso. Primero, ordenó personalmente retirar del aire un aviso de prevención del VIH elaborado para la semana de carnaval por su Ministerio de Salud, en el que se veía a una pareja gay (en otros aparecían parejas hétero). La censura oficial fue un verdadero papelón. Y, como frutilla del postre, nombró ministro de Pesca al número dos de la Iglesia Universal del Reino de Dios, el obispo y senador Marcelo Crivella, quien lleva décadas perfeccionando una técnica para pescar dinero del bolsillo de los fieles que van a su iglesia. Sobre Crivella y la IURD escribí esto hace unos años y recomiendo leerlo para saber de qué se trata. El fundador de la empresa, Edir Macedo, tiene pasaporte diplomático del gobierno (aclaremos: la justicia lo investiga por lavado de dinero) y es el interlocutor privilegiado de la Presidenta con las iglesias pentecostales.
En las próximas semanas, el diputado y activista gay Jean Wyllys lanzará, con el apoyo de artistas, intelectuales, activistas y personalidades destacadas del país, una campaña nacional por el matrimonio igualitario que promete hacer mucho ruido. Quien escribe estas líneas trabaja en la coordinación de esa campaña. Muchos activistas brasileños, sabiendo que soy argentino, me piden por favor que les prestemos por un tiempo a Cristina Kirchner… y yo pienso, no sin un poco de orgullo, que es una ironía. Una presidenta católica que militó toda su vida en el peronismo —que, seamos francos, de gay friendly nunca tuvo nada— ha sido un ejemplo para Latinoamérica por su compromiso con los derechos humanos de la población LGBT. Y esta otra mujer, candidata de la izquierda, ex guerrillera marxista y atea —aunque inconfesa y culposa— que llegó al poder de la mano del partido que, históricamente, fue el principal aliado de las minorías de todo tipo, se ha transformado en una penosa vergüenza para los activistas que hicieron campaña por ella y ahora la ven y no lo pueden creer.
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